Francisco Caro
. El poeta entrega ahora, en el complejo año de la pandemia que tanto ha transformado la condición de ser, el libro Aquí con una nota indicativa que advierte sobre la entidad literaria de esta obra. Las composiciones más tempranas se fechan en 1998 y las más actuales son de 2020; por tanto, a primera vista, no es un libro unitario sino un balance en el tiempo que postula una voluntad expresiva sostenida, articulada desde una expresión diáfana, desnuda y emotiva.
El paso natural del poema deja como apertura una cita de Eliseo Diego: “Hay días en que el tiempo acude manso / y al lado de la luz”. Una reflexión relevante que recuerda que la mañana del hablante lírico está siempre condicionada por las indefinidas líneas de contingencia y fugacidad del devenir. El ahora se percibe como un espacio de claridad, cuajado de vivencias aurorales que conforman la propia geografía del sujeto y las pulsaciones vitales del pensamiento: “Es aquí donde espero / a que nadie me nombre, a que calle / la prosa para siempre, aquí nací, en estas tierras cuarzo de interior…”. En la palabra se asienta la conciencia de pertenecer a un espacio afectivo, donde se entrelazan sensaciones existenciales que definen el presente como un tapiz sin brumas; un manantial de vida que siembra en las estrofas frescor y transparencia, el rumor del origen. Evocarlo no exime de trazar una estela de leve melancolía. Los días de infancia, siempre alumbrados por la pura inocencia del despertar, son ahora un regreso cuajado de recuerdos. Desde esa voz evocadora nacen composiciones como “Verano de 1956”, “La fragua de Ángel” o “El cine de Antonio”. Los poemas dibujan instantáneas pobladas por nombres propios que perduran, en las manos del tiempo, ocupando la escena de un modo personal y creíble, pleno de luz y mediodía.
La presencia cálida del intimismo avanza en el cauce del tiempo hacia un verso más indagatorio, marcado por las voces rumorosas del deambular vital. Cada amanecida es paradójica porque alienta una búsqueda de lo perdido y aporta un patrimonio afectivo en el que lo diario adquiere transcendencia y sentido. El poema construye, con serenidad y epitelio emotivo, su arquitectura de sensaciones. Quien vive yuxtapone búsquedas y sondeos, el venero manuscrito de la memoria, la verdad sospechada de lo transitorio, la suma de derrotas que se van guardando en los rincones menos visibles su zumbido callado, su indolencia: “hoy que vuelvo / a escuchar su zumbido, su deseo / de paz o enemistades / ya sé que son las mismas, / que todo muere sé, que todo permanece, / que soy el mismo miedo, que acaso soy el mismo”.
El cauce central del temporalismo desdibuja otras variaciones temáticas. Apenas se vislumbra el afán metaliterario que tanta fuerza cobrara en otros libros. En el apartado “Días y tierra” se retorna al espacio conjetural de la niñez. Los versos dibujan un paisaje de claridad que hace de la brevedad, el sentido comunicativo y dialogal de las palabras una conversación del yo consigo. La escritura como expresión y conjetura resguarda lo vivido. Pone luz a otros días que ahora adquieren la dermis emotiva de los sueños. Alguna vez he leído que los versos figurativos amplifican el realismo desde la sugerencia. Es una excelente definición que hago mía de inmediato. El sujeto verbal no emplea un realismo enunciativo, busca para la arquitectura del yo, construye andamios nuevos y anula marcas gastadas de etiquetas tópicas. En el tramo “Patio, y en ocasiones agosto” pasa a primer plano la casa familiar como ámbito privado que alberga hilos de vida, objetos personales y labores dormidas que enaltecen la esfera de lo cotidiano. Los muros alzan su solidez de refugio para albergar dentro esa sabiduría intangible de la observación, ese saber de instantes y emociones que sirven al poeta para sintetizar el clásico esquema del haiku en dos versos que mantienen el potencial expresivo. En “Respiraciones” se articula el dinamismo de lo diverso y la gratitud del poeta a quienes llevaron de la mano su palabra; ahí quedan los nombres de Ángel González o la estela agradecida de Nicolás del Hierro, como “una granazón de cereal”.
En la práctica poética de Aquí la memoria es un epicentro fundamental, desde la sentida dedicatoria de la amanecida: “Con mis padres, Teresa y Leónides, en memoria. Con mis hijas, Ana y Julia. Antes, después”. Su paso indagatorio conecta pasado y presente, como orillas de un desahogo vivencial que nunca atenúa los pasos de la incertidumbre. Los poemas alzan andamios. Van poblando la cartografía del estar con los trazos cómplices de un yo cambiante que salió a la mañana para percibir “el mundo en el instante que comienza”. Mientras, el tránsito diario dispersa las hojas de los días, esa fronda que abriga la condición de ser.
JOSE LUIS MORANTE