Viene desde mi infancia el sostener entre mis manos las piezas salidas de los alfares de España. Acuden desde el marco de lo cotidiano y necesario para la vida sin conocimiento de lecturas cervantinas ni personajes eruditos que me hablaran de ello.
Andan, sin rostro ni nombre, los artesanos del barro por la andadura de mis años igual que caminar, comer, beber agua o aprender a vivir creciendo entre juegos y disciplinas. Y sin conocer las tierras arcillosas amasaba el barro para darle forma y secarlo al sol en los veranos manchegos. Cierto es que escuchaba hablar de las tejeras que había en Tomelloso sin conocerlas ni saber que se cocían en ellas. Y también crecí entre cuevas subterráneas, guardadoras de tinajas de barro que reventaban cuando el zumo de las uvas alcanzaba su éxtasis de fermento y pasaba de ser mosto a convertirse en vino.
En las casas de mi familia, de amplias despensas y taquillas, había orzas de diferentes tamaños, según para lo que estaban destinadas. En verano estaban ocupadas con tomates en sal, con berenjenas arregladas al estilo de Almagro, con cebollas y pimientos en vinagre, con aceitunas aliñadas unas, otras con lomo de orza, chorizos y morcillas en aceite e incluso recuerdo en casa de mis abuelos para guardar el pan blanco de cruz y conservarlo sin que se pusiera duro.
Despensas donde las fuentes de cerámica, tazas, chocolateras, juegos de café, fuentes y platos de loza fina colocadas en aparadores y trincheros o en las baldas altas de chineros, taquillas y despensas compartían el espacio con las ollas y pucheros de barro, morteros, lebrillas y jarras para el agua, la horchata, el zumo de limón o servir el vino nuevo guardado en la penumbra de la cueva para el gasto familiar, igual que el vinagre que tenían su espacio en tinajas pequeñas destinadas para este fin.
Alfares conquenses los de Mota del Cuervo; amasados por manos femeninas y vendidos por sus hombres en pueblos a los que llegaban con sus mulos y burros, cargados los aguarones de botijos grandes y pequeños, junto a botijas redondas por un lado, y por el otro plano, para ser colgadas en los carros. Venían apilados los cántaros, las macetas los bebederos y las mieleras… Algunos se instalaron abriendo bazares donde se exponía a la vista todo un mundo de color y formas.
Tradición española que se encuentra diseminada desde milenios. Restos de ella se encuentran en tierras labradas y en derrumbes de casas mostrando en esos hallazgos la existencia de los alfares por las cerámicas encontradas.
La artesanía del barro primigenia y humana que no ha dejado de emocionar a quienes amasa y moldean el barro en el torno. Tradición y necesidad de subsistencia los arcaduces de las norias y teja para cubrir tejados.
Me pregunto ¿Cuántos pies habrán pisado el barro? Cuántos desconocidos alfareros y alfareras, han transportado la tierra hasta el alfar, mezclar el barro con la paja y hacer adobes para los muros de las casas.
Ladrillos, teja curva y adobe, han cubierto pajares y cuadras, quinterías y casas de pueblos y ciudades que llegaban después de batir el barro y cocerlo en hornos hechos por ellos mismos. Oficio desdeñado en un pasado cercano al que hoy se admira y reconoce por lo que tiene de artesanal y artístico.
Cono trucado, la pella, que se pone en el torno para hacer cacharros: Pella que el artesano da forma y vida mientras rebaba y alisa, surgiendo de esa pella de barro, la armonía estética de las formas. Formas que la literatura recoge en numerosas obras literarias, entre ellas el Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, donde Miguel de Cervantes, alude a la importancia de los oficios y gremios, al narrar sucesos vividos junto a ellos. Y exclamar don Quijote ¡Oh tobosescas tinajas, que me habéis traído a la memoria la dulce prenda de mi mayor amargura! “(capítulo XVIII de la segunda parte): Tinajas de las posadas y mesones que Cervantes recorre. Y conoce el obrador del alfarero cuando exclama en el capítulo XXX de la Segunda parte, 1615) -No se puede negar, sino afirmar, que es muy hermosa mi señora Dulcinea del Toboso, pero donde menos se piensa se levanta la liebre; que yo he oído decir que esto que llaman naturaleza es como un alcaller que hace vasos de barro, y el que hace un vaso hermoso también puede hacer dos, y tres y ciento; dígolo porque mi señora la duquesa a fee que no va en zaga a mi ama la señora Dulcinea del Toboso.
Barro del que Dios nos formó. Dios Creador del que procedemos cuando con su soplo nos dio vida y calor. En esa vasta realidad humana nos multiplicamos bajo estéticas distintas y colores diversos a través de la vida. Caleidoscopio de arte y espejo de cultura, religión y saberes donde confluimos y buscamos el origen del que procedemos.
Cuenca ha tenido desde siglos, alfareros en algunos de sus pueblos y como escribe Adrián Navarro “En la Cuenca del siglo XV aparece ya con nombre propio el barrio de “Las Ollerias”, donde se ubican los alfares de la ciudad. Regulado en el “Fuero de Cuenca” por el Rey Alfonso VIII, el oficio del “ollero” representa a aquellos artesanos del barro con horno y obrador, que elaboran los “cacharros” a mano utilizando el torno y luego cuecen en horno de leña, y que convivieron en el suburbio de San Antón con las gentes del mundo rural”. Y con él he tenido el privilegio de ver y admirar en su tienda de la Plaza Mayor de Cuenca, las maravillosas piezas que salen de sus manos de artista.
Adrián Navarro está dotado de esa magia creadora que da vida al barro bajo formas diversas. Tiene en su mirada la humilde luz de los que conocen la pasión del ensueño; porque sin esa luz no es posible dar luz a la materia inerme. Adrián Navarro viene de ese mundo perdido de hacer tinajas para el vino. Tinajas de barro de Villarrobledo. Y recoge un legado mediterráneo, micénico, me atrevo a afirmar, de recrear la fuerza telúrica del toro. Toros y vasijas que al mirarlas nos trasladan a culturas que laten en la sangre de todos nosotros. Es un hombre que enamora al visitante cuando se le escucha hablar al artista.
En Cuenca tiene su obrador y estudio; sus hornos y recuerdos por donde su padre sigue habitando en sus palabras y en todo cuanto aprendió de él. Semejante a la ciudad que habita y ha elegido para morar en ella, Adrián Navarro, deja no sólo su legado, también el de su hijo Rubén, y esa creación distinta que convive junto a las cerámicas del padre, distintas y no por eso menos bellas. Generoso con otros alfareros, habla a quien le escucha de Pedro Mercedes, alfarero conquense… Y de tantos otros que desconozco de ese mundo de barro de los que me llegan sus nombres y obras afincados en la inapreciable y preciosa Cuenca como Antonio Hernansaez descendiente también de una familia que ama la belleza del barro: Luis del Castillo, sucesor de una familia donde el barro ha perpetuado en ellos, generación tras generación, a través de los siglos por lo que como galardón en el año 2010 fue nombrado “Maestro Ceramista”.
El Júcar y el Huécar abrazan Cuenca, entre hoces y casas colgadas al abismo de los acantilados rocosos. Sin hurgar demasiado, nos llegan nombres propios de sus pueblos dedicados a tener alfares. Priego, sus alfares y Joaquín Magán Ocaña, cuarto alfarero de una generación de alfareros perdurando a través del tiempo. Tiempo que atesora Evelio López de Mota del Cuervo, con la técnica de urdido sobre torno de rueda de cruces, que aprendió de su madre.
Alfares y alfareros de España, tantas veces olvidados y dejados a su suerte, como a casi todos los creadores. Caídos en esa desgracia de la exportación de lo extranjero actualmente. Infravalorados, como en tiempos de Miguel de Cervantes.
Los siglos se suceden y al rebuscar en su memoria y en los libros que recogen la Historia vemos que los cambios no son tan variados.
Sí es cierto, que las huchas de barro, siguen gustando a los niños que juegan con videoconsolas informáticas. Y las cajitas de cerámica y joyeros, vasos y jarras con diseños actuales, son piezas artesanales y artísticas que sostienen sus manos. Y en los armarios de cocinas todavía hay quien dispone platos de cerámica y loza de los alfares españoles.
Escribimos sobre la vida y sus pequeñas historias de cada día, quizá, para que entre lo escrito, los escribidores recojamos el latido de todo lo que nos emociona y hace personas. También para dejar constancia de ese viaje personal de los gremios ignorados que generación tras generación cogen el testigo de continuar la tradición de miles de años, sin ignorar que a pesar del olvido algunos serán recordados cuando el polvo de la vida nos convierta en barro.