EL QUIJOTE EN VILLAESCUSA DE HARO por Mari Luz González

EL QUIJOTE EN VILLAESCUSA DE HARO por Mari Luz González

La presencia del Quijote en un lugar no se muestra solo en un paisaje con molinos de viento o en la figura del caballero, lanza en ristre montado en su caballo. La mayor demostración de que Don Quijote pervive en nuestros pueblos es que haya habitantes en ellos, o los haya habido a lo largo de la historia, que encarnen los ideales del insigne hidalgo: su anhelo de justicia, su valor y su optimismo para intentar instaurarla.

El mito del Quijote, el más importante que la literatura española haya dado a la cultura universal, según Gregorio Marañón, nos ha ayudado a ser mejores. Porque como dijo Miguel de Unamuno en su “Vida de don Quijote y Sancho”, “en la bondad del hombre está la raíz del heroísmo del Caballero…Y por eso tienes un altar en el corazón de todos los buenos, que no en tu locura, sino en tu bondad, paran su vista.” (Unamuno, p. 217)

En este Congreso de escritores manchegos sobre el Quijote y Cuenca me parece oportuno hablar de la pervivencia del mito en uno de los pueblos de esta provincia, no voy a decir que de los más olvidados, porque siendo ustedes especialistas en temas quijotescos, tienen que haber oído hablar de él, no tanto por su relación con la obra que nos ocupa, sino por haber sido la patria chica del mejor conocedor y biógrafo de su autor. Me refiero a don Luis Astrada Marín que nació en Villaescusa de Haro en 1889.

Este autor, en su magna biografía de Cervantes de siete volúmenes, ya se encargó de señalar posibles escenarios, y otros aspectos de nuestra patria chica, relacionados con la novela. Por ejemplo, según él, la cueva o sima en la que cae Sancho Panza montado en su burro (Quijote II, 55) pertenecería a nuestro término. Se trataría de una de las Horadadas, la mina de espejuelo que explotaron los romanos, abandonada hace siglos. También se podría hablar de la ascendencia villaescusera del hidalgo loco apellidado Manrique, que, según Astrana, inspiró a Cervantes para su personaje.

A las citas de mi paisano, permítanme añadir un dicho de Sancho en relación con nuestra provincia. Hablando con la duquesa sobre la locura de su amo, le dice: “más calientan cuatro varas de paño de Cuenca que otras cuatro de limiste de Segovia” (Quijote II, cap. 33)

Como, seguramente, son cosas sabidas por esta concurrencia, las voy a obviar para hablarles de algunos personajes de Villaescusa cuyas quijotescas vidas fueron una fidedigna reencarnación del mito.

Desde mi infancia, he sentido el Quijote como algo vivo. Y no solo por el paisaje manchego. Los detalles domésticos de la novela, sus costumbres y comidas, son todavía habituales en nuestra comarca; también los nombres de la geografía que recorremos a diario es la misma: Quintanar, donde Juan Haldudo diera la paliza al muchacho, El Toboso, los bares de carretera que se hacen llaman ventas, o el Mesón de Don Quijote de Mota del Cuervo (¿lo han visto ustedes?) Está decorado para que parezca un escenario más de los que aparecen en la obra, mitad posada, mitad castillo, con un menú sacado del libro para honrar la tradición. Yo he comido, y ustedes pueden hacerlo, miel sobre hojuelas, duelos y quebrantos, perdices escabechadas, todos los manjares con que se celebraron las bodas de Camacho y demás platos que se nombran en la obra).

 Pero no, no son solo estos detalles externos los que hacían vivo al personaje en mi infancia, sino la presencia viva del ideal del caballero en algunos de sus habitantes, que es de lo que voy a hablar.

Empezaré por el más próximo, Alfredo Rubio, mi tío, que no hablaba sin hacer alguna cita de su admirado don Quijote. Cuando tenía algún problema con el cura decía: “Con la iglesia hemos topado, Sancho”. Y cuando se trataba de alguna desavenencia con algún vecino, contestaba condescendiente: “Como te conozco Sancho, no hago caso de tus palabras.” (Quijote II, Cap 23)

Su insulto más fuerte era el de malandrín; a su hija le puso el nombre de Luscinda (pretendió ponerle Cardenio a su hijo, pero no pudo, porque no le dejó su mujer).

Alfredo, el don quijote redivivo del que estoy hablando, era maestro albañil y se sabía el libro de memoria. Para él, don Quijote era un modelo de conducta y, a imitación suya, no le importaba meterse en líos para defender la justicia. Por este motivo se enfrentó a las autoridades más de una vez, como veremos.

 Le gustaba mucho el capítulo 25 de la segunda parte. Ese en el que un regidor presume de rebuznar mejor que nadie, “Por Dios, que no doy la ventaja a nadie, ni aun a los mismos asnos.” Como Cervantes hiciera, la mayor virtud que les concedía Alfredo a las fuerzas vivas, era la de rebuznar. El tema se repite en un entremés “La elección de alcaldes de Daganzo”, que Alfredo, sin duda alguna, también había leído, como había leído el de “El juez de los divorcios”. Muestra de ello es que le gustaba escandalizar al personal dando su teoría sobre la duración que debían tener los matrimonios, el suyo incluido. Estos deberían durar unos cuatro años, pasado ese tiempo, si las parejas querían seguir juntas, tenían que ir al juez para que los prolongara otros cinco más, si no, cada uno por separado a hacer vida de soltero.

El retrato físico de Alfredo está ya en la primera página de la novela: “seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador y amigo de la caza….”, como si a fuerza de imitar al personaje hubiera ido adquiriendo su fisionomía y sus gustos, como esos hijos adoptivos que se parecen más a los padres con los que viven que a los biológicos. En cuento a su carácter no debe sorprender que digamos de Alfredo que era “valiente, comedido, liberal, buen criado, generosos, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos…” Cualidades todas del caballero andante, venido al mundo a desfacer entuertos y ayudar a los más desfavorecidos por la Fortuna.

Les voy a contar una hazaña suya. Ocurrió el día del Cristo, o un día de fiesta de los que había procesión en el pueblo. Los hombres estaban en el casino echando la partida con los balcones abiertos. De pronto empezó a oírse abajo, en la plaza, una algarabía mayor que la habitual. Risas, voces, tumulto… La gente salía a la puerta a ver qué pasaba y se sumaba al jolgorio. Los del casino también se asomaron, entre ellos, Alfredo, que al ver cual era la causa de aquel jaleo, bajó las escaleras hecho una furia. Se abrió paso entre la chiquillería y la multitud vociferante, hasta llegar al motivo de la burla, un pobre hombre, uno de los más pobres del pueblo, al que el alcalde, para escarmiento o para diversión de los suyos, le había atado a la espalda una tabla de madera de la que colgaban algunos racimos de uvas. En ella llevaba escrito “Soy un ladrón”. El delito que el susodicho había cometido, había sido coger esos racimos de una viña, probablemente para alimentar a sus hijos. Por eso fue castigado a pasear su vergüenza por todo pueblo, con las uvas colgadas, y asistir a la procesión de tal guisa para mofa de todos.

Alfredo le arrancó el cartel, arrojó las uvas al suelo y pisoteó la tabla hasta hacerla astillas. Ahuyentó a la chiquillería gritándoles que se fueran a buscar diversión a otra parte y a los adultos les echó en cara su falta de caridad cristiana. Cuando todos se fueron, puso su mano encima del hombro de la víctima, que primero lloraba de humillación y luego de agradecimiento, y lo acompañó a su casa, aconsejándole que no saliera de allí en toda la tarde. A los que miraban desde arriba les gritó: “Id a decirle a quien haya hecho esto – todos sabían que había sido el alcalde – que no tiene vergüenza. Y que venga a ponerme a mí el cartel, si se atreve.”

Los que presenciaron la escena cuentan que se hizo un gran silencio. Ninguno se atrevió a llevarle la contraria. En plena época franquista se atrevió a desafiar el poder omnímodo de un alcalde injusto. Esta muestra de valor, sin duda, es una clara imitación de la conducta de su admirado don Quijote. Porque Alfredo podría haber dicho, o nosotros poner en boca de Alfredo, la frase final del discurso de Juan Goytisolo en la recepción del Premio Cervantes: “Los contaminados por nuestro primer escritor no nos resignamos a la injusticia”.

La burla también puede que les recuerde la entrada del caballero en Barcelona, al son de chirimías y atabales, siendo el hazmerreír de grandes y chicos. Las gentes le seguían en procesión mientras él caminaba a pie con el burlesco pergamino que le habían puesto a la espalda. Para que la burla fuera más completa, lo habían sacado a un balcón para mostrarlo al público. Después los muchachos se rieron de él cuando Rocinante, al que habían puesto aliagas debajo del rabo, lo tiró al suelo. (Cap. 61 al 63)

El segundo personaje del que quisiera hablarles se llamaba Luis Pinedo, don Luis de

Villaescusa, otra reencarnación del mito de Don Quijote. También nació en mi pueblo, ese lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiso acordarse Cervantes al comienzo de la obra (Quijote I, cap. 1), ni Cide Hamete, al final de la misma, decirnos: “por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha, contendiesen entre sí para ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero”. (Quijote II, 74)

Don Luis, digo, era veterinario de reses bravas en Salamanca, pero antes lo fue de caballos, en plena guerra civil, alcanzando el grado de teniente. Como todos los oficiales del bando republicano, solo por el hecho de serlo, una vez terminada la guerra, fue detenido. Su cuñado, un periodista de Falange, Alfonso Sánchez, que luego sería famoso por sus críticas de cine en TVE, debió avalarle para que la condena fuera menor y así pudo vivir libremente en la ciudad del Tormes, donde además de ejercer su profesión con éxito llegó a ser director del Ateneo.

Son múltiples los quijotismos de Don Luis que podría relatarles. Uno de ellos era el de acoger a los aspirantes a toreros, los maletillas que se jugaban la vida saltando las vallas de las ganaderías las noches de luna para torear las reses, ofreciéndoles capeas en las que podían aprender el oficio sin tanto peligro. Con don Luis, en Salamanca, ser de Cuenca era un privilegio. Cada año organizaba una fiesta, coincidiendo generalmente con una de esas capeas, en las que a los manchegos nos invitaba a degustar productos de la tierra. ¡Verdaderas bodas de Camacho aquellas meriendas campestres!

La nostalgia de su tierra le hacía venir todos los veranos y recorrer La Mancha con Ino, un antiguo criado de su casa antes de la guerra, con el que había llegado a la perfecta simbiosis de escudero y caballero, la de la segunda parte, en la que Sancho se quijotiza y, como resultado del diálogo entre ambos, uno adquiere las virtudes del otro.

Voy a terminar hablándoles del quijotismo de otro personaje que ustedes conocen, el ya mencionado Luis Astrana Marín.

Su familia era muy pobre, su padre era un militar retirado al que no se le conocía ocupación alguna. Ingresó de niño en el seminario para poder estudiar.

La escasez de medios fue constante a lo largo de su vida, lo que no le impidió realizar la monumental obra que hoy se conoce.

Condenado por masón, como muestra la documentación del archivo de Salamanca, Centro Documental de la Memoria Histórica, en la unidad especial para la Represión de la Masonería y el Comunismo, a doce años y un día de prisión menor, y lo que es más grave, a inhabilitación perpetua y absoluta. Esto último le vetaba cualquier cargo en la Universidad y en la Administración Pública, con la prohibición expresa de detentar cualquier cargo de confianza, tanto en las empresas públicas como privadas. En cada pueblo al que tenía que ir a documentarse para realizar su labor de biógrafo de Cervantes, debía presentarse, nada más llegar, en el cuartel de la guardia civil.

La máxima quijotesca de que “Cada uno es hijo de sus obras” viene al pelo para describir a don Luis, quien, con voluntad inquebrantable, no se rindió a la Fortuna, sino que, con valor y coraje, se sobrepuso a cuantas desgracias se cernieron sobre él y su familia, la pobreza, la enfermedad de su hija, la persecución política, el menosprecio académico o las furibundas burlas de los autores de la generación del veintisiete con aquellos versos de Dámaso Alonso:

 

 “Mi señor don Luis Astrana,

 miserable criticastro

 tú que comienzas con astro

 para terminar en rana...”

Como puede verse, el mito del Quijote goza de rabiosa actualidad en nuestra provincia. Una muestra es el título de este Congreso. Sin embargo, el Quijote, como la Biblia, no se pude interpretar fuera de su contexto histórico so pena de caer en fundamentalismos o anacronismos. Hoy, la espada del caballero se ha transformado en palabra y acción no violenta. Y, seguramente, hoy, nuestro caballero andante, desfacedor de entuertos, arremetería contra los poderosos que ponen en peligro nuestra tierra, y la salud de sus indefensos habitantes, permitiendo el almacenamiento y transporte de residuos nucleares.

Los que vemos su sombra cabalgar de nuevo por la ribera del Záncara nos apoyamos en su valor para oponernos a la construcción del ATC en Villar de Cañas.

 

 

DIBUJO Marcel Nino Pajot